Cuando era niño y aún no conocía la palabra “cómic”, recuerdo haber tenido una costumbre que ya no se utiliza ahora. Cuando ya había leído y releído hasta aburrirme varios tebeos, le pedía algo de dinero a mi madre para ir a cambiarlos por otros similares; con mis cinco o diez duros iba raudo a la Calle de las Dulcerías, a una pequeña y vetusta librería en la cual, una señora de gafas gruesas y de pasta negra, siempre sonriente, me atendía. En el viejo mostrador de madera, le dejaba mis cuatro o cinco ejemplares de superhéroes, de terror o de mis idolatrados Capitán Trueno o Jabato, mientras, ella sacaba un buen lote de los suyos; recuerdo ese olor característico a ese papel usado que me encantaba y el silencio que se producía cuando aquella mujer, revisaba por encima si el material que yo llevaba estaba en buen estado mientras yo, entusiasmado, buscaba y rebuscaba entre los que me ofrecía para cambiar. En esos instantes, era el niño más contento del mundo porque me sentía en el paraíso entre tanto cómic. No tengo ni idea de cuántas historietas habré disfrutado así de esa manera pero fueron muchas durante aquellos años las que pasaron por mis manos y siempre tendré grabados aquellos pequeños instantes de felicidad.
2 comentarios:
Muuy guapo!!!... me mola mucho.
Un abrazo pa los tres.
Gracias Moro! Aquí andamos dándole al sacho! Daré esos abrazos, otro bien fuerte para tí y los tuyos!
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