Hola pandilla, hoy estuve dando una vuelta por el parque,
cómo ha cambiado todo aquello… Recuerdo cuando caminaban tranquilos por él los
pavos reales orgullosos con su plumaje desplegado, los cisnes y los patos
retozando y picando en su estanque, si tenían suerte, las migas de pan que les
tiraban, otras veces les echaban alguna brizna de hierba que también comían;
los toboganes y los columpios llenos de críos; yo era uno de ellos. El parque
se dividía en dos zonas: El parque de arriba, que he nombrado y el parque de
abajo, donde había un tobogán enorme de color rojo que era como de “adultos” por
su altura. Al lado, se encontraban los minicares; muchas tardes me he divertido
ahí, en ese lugar, nos reuníamos un buen grupo de chavales para montarnos en
ellos. A quien regentaba ese reino, un hombre maduro de rostro amable y
sonriente, le llamábamos “El Señor de
los Minicares” Era él quien decidía con su infinita paciencia los turnos para conducir
y recorrer un pequeño circuito repleto
de señales de tráfico, con sus rotondas, pasos de peatones… Cuando cometíamos
una “infracción” nos penalizaba, tenía un silbato que hacía sonar y nos mandaba
a sentarnos y esperar varios turnos dependiendo de la cantidad de conductores. El Señor de los Minicares procuraba ser justo
y que todos disfrutáramos de aquel rincón del parque. Lo recuerdo siempre
arreglando alguna avería de aquellos vehículos; siempre había alguno parado y
todos deseábamos que lo pusiera en marcha pronto porque eso significaba esperar
menos.
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